Mónica Sánchez-Arguiles
Paraísos paralelos
(Texto de la Exposición Ya es primavera en el mundo al revés realizada en la Fundación Pilar i Joan Miro de Palma de Mallorca)
Encontramos pocas trayectorias artísticas en la escena cultural española contemporánea que con tanta efectividad hayan logrado instalarse en la brecha, de perímetro cada vez más impreciso, de una cultura elevada y restringida, y otra expansiva y sustentada sobre el fenómeno de una creciente sociedad de masas. La producción de Isaac Montoya se nutre, precisamente, de los contagios externos, se alimenta de la espectacular epidemia de imágenes mediáticas que saturan nuestro ámbito visual doméstico, y subsiste gracias a la retórica y accesibilidad propuestas por la nueva democracia del consumidor. Consciente de la imposibilidad de sustraerse a la cultura del comercio y la publicidad que nos invade, sólo desde allí ensayará, mediante la ubicación de ciertas señales desestabilizadoras, la posibilidad y el ejercicio de la crítica.
Toda su producción responde al intento de lograr un arte que consiga estimular el diálogo sobre la función que juegan los iconos populares en la sociedad contemporánea, sobre la importancia del consumo, y el repertorio de estereotipos que gobierna nuestra percepción de lo real, con el único fin de precipitar la reacción crítica y el análisis de las imposiciones perceptivas que construyen el universo.
Es evidente que los mass media condicionan hoy de manera decisiva lo que entendemos por experiencias personales, en su gran mayoría un tótum revolútum de fenómenos virtuales y mediáticos que moldea al individuo de forma más concluyente que los propios acontecimientos domésticos.
Dicho fenómeno contribuye a la homogeneización simplificadora de nuestros hábitos y mitos culturales, anulando las diferencias entre los individuos. Montoya aprovecha al máximo la circunstancia de que “todo se parece a todo, aunque nada es lo que parece” para recrear, en un primer estadio, atmósferas cargadas de intimidad que el espectador reconoce inmediatamente como próximas. “Hemos llegado a un punto donde el “consumo” se ha apoderado de la totalidad de la vida (…) el trabajo, el placer, la naturaleza y la cultura todo previamente disperso, separado en entidades más o menos irreductibles, producían ansiedad y complejidad a nuestra vida real y a nuestras ciudades “anárquicas y arcaicas”, hoy se han mezclado y domesticado en la única actividad del shopping perpetuo. Los grandes almacenes se apoderan, por un lado, de los espacios habitables, y por otro, se convierten en lugares de encuentro para personas que comparten mentalidades similares. Proporcionan al cliente un signo de reconocimiento y entendimiento fuera del templo del consumo.”
No es de extrañar, por lo tanto, que en ¡Ya es Primavera en el Mundo al Revés! (2003), Isaac proponga al visitante un entretenido recorrido, repleto de luminosidad y glamour, por los escaparates de “la sección complementos” de un conocido centro comercial, el verdadero paraíso de la sociedad moderna encargado de enfatizar la relación del shopping con las actividades culturales, de recreo y ocio. Sin lugar a dudas, el funshopping, junto a los espectáculos deportivos, son hoy la forma más divertida de invertir nuestro tiempo libre, la principal actividad de las opulentas sociedades occidentales enraizada en la vida urbana moderna.
Comprar es mucho más que la mera satisfacción de nuestras necesidades elementales, se trata de un importante ritual público y comunitario a través del cual se crean y modifican nuestras identidades. El consumo masivo posibilita el acceso a un estatus simbólico y asegura el placer inmediato, la gratificación psicológica de la posesión del objeto. Más que por los productos o servicios que los medios nos venden, nos dejamos atrapar por los contenidos y características que en ellos se proyectan. Así, en un hipersistema consumista, un artículo profano de valor funcional puede jugar un rol completamente nuevo. La adquisición de los productos más básicos, debido a su alta carga de contenidos y esteticismo, se convierte en un anhelante acto de autodefinición personal, de distinción social. Creemos en todas esas verdades fabricadas por la televisión, el cine, la fotografía, la publicidad, etc. Porque la sola idea de que están a nuestro alcance nos satisface.
Pero las sofisticadas y desarrolladas estrategias de presentación empleadas en la venta de las mercancías, con su alto grado de espectacularidad, teatralidad, glamour, belleza, etc. no sólo atraen a los compradores, sino también a los artistas. La evolución del shopping moderno ha tenido y tiene un importante efecto sobre el arte contemporáneo, fomentándose el diálogo creativo entre el arte y las estéticas del consumo. No olvidemos que las carreras de algunos de los más importantes artistas de la segunda mitad del siglo XX –Warhol, Jonhs, Rauschenberg, Rosenquist, etc.- comenzaron en algunos de los escaparates neoyorkinos. Y en muchos de los casos éste arte de los ochenta fue más creativo y provocativo que el arte de las galerías.
En esta ocasión, Isaac Montoya con sus obras –siempre bidimensionales-, a modo de grandes lonas y pancartas publicitarias, cubre, a la vez que cuestiona, los muros del prístino cubo blanco, evidenciando lo mucho que hoy tiene que ver el arte contemporáneo, además de con la estética, con la política y la economía. Las bellas formas y la intensidad de sus colores persiguen, como es ya habitual en su producción, las mismas astucias persuasivas de la industria publicitaria: representaciones ilusionistas altamente poderosas para fascinar, atrapar y convencer al espectador de la realidad que se le espera vender. Lo excesivo, lo superfluo, la superabundancia, la espectacularidad, la belleza, la seducción, lo fácilmente decodificable son notas constantes en su producción. “La espectacularidad es un mecanismo muy utilizado por nuestra sociedad, ideal para impactar y transmitir al espectador. Me pregunto por qué no podría utilizarla yo, como artista, igual que los medios audiovisuales para atrapar y transmitir mi propia idea de la realidad. Por qué iba a ser éste un recurso exclusivo de algunos medios (…) No se trata de un instrumento malo en sí mismo, todo depende del mensaje que se pretenda transmitir. Al fin y al cabo, de lo que se trata en mi trabajo es de desvelar mecanismos y estrategias que son útiles para llegar a entender la realidad con la misma eficacia que proporciona la tele, la publicidad, la música, etc., o por lo menos, me gusta pensar que lo intento (…)”.
En esta exposición Montoya continúa empleando algunas de sus herramientas más características, como la técnica infográfica de la doble imagen. Imágenes que vistas, esta vez, desde el interior de una cabina semicircular con muros de cristal de color rojo y por la simple utilización de juegos ópticos basados en las leyes de los colores complementarios, consiguen revelar misteriosamente la dramática aparición de un mundo opuesto. Esta realidad dialógica, ahora ineludible, introduce la duda en el espectador: ¿qué tipo de información recibo? ¿qué grupo de poder la facilita? ¿cuáles son sus trucos?, etc.
Se evidencian siniestras analogías entre el funcionamiento del visor semicircular de cristalinos muros rojos, a través del cual el espectador contempla las imágenes, y el decisivo papel de los escaparates en las arquitecturas del shopping. Si en éstos las cualidades de claridad y transparencia del cristal funcionan como tecnología del deseo y estrategia de estetización de la mercancía, el visor rojo de Montoya trabajaría a la inversa: la crudeza y la ausencia del deseo de los mensajes desvelados frustran de inmediato el primer impacto estético.
Este repentino y sensacional efecto de “velamiento/desvelamiento” de la técnica de la doble imagen evocaría, además, el imperceptible procedimiento publicitario de las imágenes subliminales, en el que la inserción de una imagen parasitaria entre las 24 por segundo del cine o las 25 de la televisión no produce ninguna persistencia retiniana pero sí informa al ojo y al cerebro, por debajo del umbral de la consciencia, de una realidad diferente.
Vivimos en un mundo donde los productos generan grandes promesas: están llenos de deseo, pero en realidad la satisfacción que ofrecen es sólo ilusión o simulacro. De la misma manera funcionan las obras de Montoya, unas imágenes que en principio se revelaban como domésticas, inofensivas, atractivas, fácilmente reconocibles por la memoria, consiguen finalmente poner de manifiesto los verdaderos mecanismos de funcionamiento de una información ficticia y absolutamente manipulada que se empeña en ocultar la realidad de la anti-utopía.
Pero, en desacuerdo con lo que podría revelarnos una primera y rápida lectura de su obra, Isaac no pretende descubrirnos una realidad toda desengaño y decepción. Más bien, se trata de plasmar un mundo ambiguo, mezcla de momentos trágicos y momentos de la máxima expresión de belleza y glamour. Así lo demuestra uno de sus alter egos preferidos: Sonia La Mur –la artista más sexy y exuberante de todo el panorama internacional. “Sonia anda flirteando entre dos mundos opuestos. Un mundo consentido, dominado por una sensualidad extenuante (…) otro mundo doliente, devastado por la miseria, la destrucción angustiosa (…) Sonia es la referencia que reduce la distancia entre realidades que de otra manera sería difícil que se vieran juntas”.
Con ella el artista consigue varios propósitos: da rienda suelta a su imaginación encarnándose en el cliché de lo que le gustaría que fuera la mujer-artista del siglo XXI, concede al espectador la posibilidad de saciar su curiosidad: saber quién se halla detrás de la obra de arte, y experimenta con las variaciones que se producen en la interpretación de la realidad cuando asume un cambio de género; un cambio que en realidad no es tal, pues, finalmente Sonia La Mur no es más que la proyección infográfica de un hombre –el propio artista.
Sonia se nos presenta como la modelo que cede su imagen al eslogan publicitario “Sin poder dejar de sentir”. Ya en otras ocasiones se había prestado a actividades similares enunciando frases tan emblemáticas como “Sólo recuerdo las cosas que no necesito pensar” o “Yo no quiero tener razón, yo quiero ser sexy”. Todos ellos eslóganes que, lejos de interpretarse como paradigmas del pensamiento machista, subrayan la inmediatez y la energía con las que únicamente se puede transmitir desde la emoción y el sentimiento frente a toda la retórica y cúmulos de razonamientos intelectuales “(…) dejémonos de argumentos racionales y metafísicos y centrémonos en las pasiones que son también muy válidas. Solemos olvidarnos de que la realidad, además de racional, es también sensorial y pulsional. Para entenderla es necesario ver y sentir (…)”.
Hasta el momento, Isaac Montoya no estaba interesado en representar en su obra ningún lugar en concreto para desmarcarse así de lo anecdótico y de la instantánea, tan habituales en la tradición pictórica y fotográfica. Pero en esta ocasión incluye, a modo de “Disfrute nuestra semana fantástica en la India o la China …”, pistas geográficas que enfatizan las contradicciones y los conflictos de lo allí representado. Datos que el espectador debe ir hilvanando en el proceso crítico de su interpretación. Nos referimos a Basado en hechos reales (Ruanda, Angola) (2003), un conjunto de cuatro obras cuya idea es la de proporcionar la relectura crítica de una realidad que, habitualmente, se nos presenta a través de un sistema de signos inmediatamente reconocidos. De repente, esa realidad archivada en el inconsciente y despojada de cualquier contenido por la familiaridad de su significado, torna sorpresa y extrañamiento. El visitante se siente afectado por lo excepcional del contexto en el que interactúan dichos personales. Modelos cercanos, con ropas y gestos estudiados, extraídos de cualquier catálogo de moda o publicidad de última generación, se hallan insertos en lugares y situaciones de desgracia, violencia, éxodo e injusticia que tendemos a relacionar rápidamente con la otredad de geografías lejanas.
Montoya propone examinar el funcionamiento de esos “románticos” mecanismos por los que asociamos la belleza o la fealdad a determinados espacios o por lo que se deduce que no puede existir belleza en lugares sacudidos por la desgracia. La interacción de realidades y culturas diferentes produce un enérgico extrañamiento que conduce a la reflexión y al cuestionamiento de la belleza, la fealdad, la tragedia, el confort, etc. Además de introducir la sospecha de la posible manipulación o artificialidad en géneros como la fotografía o el documental, desmantelando el mito monolítico de la objetividad y el realismo que siempre se les ha atribuido.
Lejos de imponer una visión moralista del mundo o caer en la crítica expresa, el discurso de Montoya gira siempre en torno al desvelamiento o la puesta en evidencia de un discurso plagado de realidades inciertas o verdades engañosas que sustentadas sobre la escenografía del espectáculo y los mecanismos de ocultación nos son impuestas por las capas sociales más poderosas como las únicas realidades posibles.
Desmarcándose de concepciones “selectas” y tradiciones que conciben la creatividad artística como “reducto privilegiado” de la verdad y al artista como sujeto genuino productor de lo nuevo y original, Isaac se nos presenta, ante todo, como primer usuario y consumidor del medio en el que vive y trabaja, inserto dentro de la lógica del consumo social. Más que ser creativo prefiere ser crítico, ofrece su producción al juicio crítico del consumidor, el único que al final saca conclusiones y testa lo que tiene entre manos.
El propósito de realizar un arte comunicativo, directo, sin trabas, mediante un lenguaje neutral apto para las masas, no conlleva, en ningún caso, frivolidad, vacuidad o ausencia de contenido. Todo lo contrario, en su obra encontramos múltiples niveles de comprensión e innumerables significados potenciales que consiguen calar hondo en el visitante. Se trata de crear un arte perfectamente reconocible pero arriesgado y fronterizo, que fuerce al espectador al ejercicio mental de interpretar “cómo construyo el mundo y cómo éste me construye”.