Daniel Casagrande
Simulacros del Éxtasis
En un mundo construido imagen sobre imagen, en una carrera por la seducción extrema, sin control de dopaje. La realidad sabe que si no es competitiva, si no tiene suficiente audiencia, no existe. Son las leyes que se han ido constituyendo a golpe de zapping, leyes que no sólo son válidas para los contenidos de entretenimiento y comerciales sino también para la evolución política, social, cultural, religiosa... incluso personal.
El patrón mediático lo impregna todo. No es posible concebir la realidad sin esas ventanas indiscretas que nos cuentan las vidas ajenas con desparpajo y nos hacen sentir el mundo entero como algo familiar. Nuestro modo de obrar tiene adquirido el gesto que la estadística ha mostrado como eficaz para cada momento. Las formas de comportamiento, como un sistema de adaptación, son aprendidas y actualizadas permanentemente como parte del trabajo de ser aceptado por una mayoría que se reconoce en una cultura compartida. Por otra parte la acumulación de imágenes en la memoria ha formado una costra en nuestra retentiva que hace difícil la sensibilidad al contenido de las mismas. Existe más emoción en la exposición de un episodio de ficción, con toda su elaboración tecnológica, que en la reiterativa tragedia real.
Esos nuevos parámetros han sido detectados por los sensores de los poderes políticos y económicos y son utilizados para elaborar mensajes más efectivos. Las guerras ya no se desarrollan en escenarios ideológicos, lo que sería a estas alturas de globalización un anacronismo, sino en escenarios visuales, siguiendo un guión reconocible, ensayado antes en innumerables producciones de cultura de masas. No se trata de tener razón sino de convencer, de ser creíble.
Hasta el terrorismo ha aprendido a escenificar su expansión de violencia de la forma más espectacular posible. Siguiendo los mismos cánones de la sociedad contra la que combaten los terroristas proyectan sus atentados con inventiva, construyendo, a partir de una destrucción mítica, nuevos símbolos con los que mantener la vigencia de su violencia argumentativa. La destrucción de las Torres Gemelas en pleno centro del esplendor occidental con el secuestro de unos aviones a punta de cúter es sin duda uno de los mejores exponentes de esta técnica. La posterior reacción de Estados Unidos preguntándose como nadie había podido imaginar un acto así, ni siquiera en Hollywood, y la consulta a guionistas de cine para prevenir nuevos atentados del mismo estilo, no deja de ser significativa sobre el nuevo valor de la escena en la realidad contemporánea.
Hasta las formas más íntimas de nuestra experiencia personal han adquirido un interés multitudinario en los medios de comunicación. Incluso se hacen concursos. Un grupo de personas desconocidas es observado las veinticuatro horas del día para descubrir sus reacciones en las más diversas situaciones domésticas. El interés del experimento y el posterior salto a la fama de los concursantes plantea la posibilidad al individuo del reconocimiento social por el solo hecho de mostrarse tal y como es. Este reconocimiento se verá acrecentado si ha mostrado altas dosis de originalidad y de personalidad, siempre dentro de los cauces de la telegenia y del nivel de aceptación de la audiencia.
En la obra de Montoya se aborda la importancia que esta realidad adquirida artificialmente tiene sobre nosotros. El análisis de la eficacia en las estrategias de los medios de comunicación, la invención de situaciones y personajes de apariencia real, el valor de la belleza para la transmisión de contenidos, el papel del género en la visualización del mensaje, la seducción como instrumento de comunicación, la vivencia personal como parte del contenido social, la contaminación de unas culturas sobre otras, la confrontación de mundos opuestos en la distancia y la experiencia, la violencia y la destrucción como telón de fondo de la política-espectáculo, el mensaje subliminal de las estrategias de la comunicación masiva... son todos temas planteados en su obra.
Tras varias series de trabajos basados en retratos de la nueva corte del corazón, cuadros puntillistas de niños famosos o de la nobleza europea hechos con caramelos de colores, entre 1.990-91 Isaac Montoya desarrolla la serie “Amor de Fuego”. El planteamiento consistía en presentar a una estrella del "mundo artístico”, una mujer famosa, líder en los medios de comunicación y con un cierto aire folklórico que la acercara al gran público.
La idea de espectáculo, de género mediático, se presentaba como parte del discurso artístico, siempre en la ambigüedad entre la plástica y el escenario. El diseño y creación de la exitosa artista Isa Montoya ilustra una realidad inalcanzable y a la vez familiar, de revistas del corazón y grandes titulares. “Si no eres número uno, no eres nadie”, “Sin amor seríamos como los animales” y otras muchas declaraciones de Isa Montoya nos hablan de una nueva aristocracia, la del éxito. Ese que permite a un pequeño grupo de nuevos nobles ejercer una influencia didáctica sobre nosotros.
Isa Montoya se presenta como mujer triunfadora, elegante, sexy, defensora de los valores de la mayoría, del amor sobre todo. Y dedicada al arte en un sentido amplio, nada elitista, cercano al pueblo. Arte extrovertido y de consumo. Todo ello desarrollado a través del formato de las revistas del corazón, como parte de ese juego de la comunicación que posibilita por medio de sus difusores dar forma a nuestros sueños haciendo un seguimiento de la vida de los famosos.
Isaac Montoya recrea con su “arte” esta realidad y muestra sus tácticas, que se hacen aún más inquietantes cuando en los rasgos del personaje se adivinan los del propio artista travestido. Todo para protagonizar una parodia posible y creíble, como las que la propia realidad nos propone.
En su posterior trabajo, “El disfraz de cada instante” entre 1992 -97, Montoya desarrolla otra de sus constantes: la composición temática a través del juego óptico. Siguiendo la evolución estructural de obras anteriores suyas de acumulación de pequeños objetos: caramelos, piedras, espejos... el artista da un paso más dando a cada elemento un significado concreto y amplio que finalmente formará parte de un contenido global nuevo y en muchos casos contradictorio.
En principio Montoya organiza la obra como un pixelado integral y sustituye cada píxel por una fotografía que ha sido alterada en su color y tono general. Así compone mosaicos de grandes dimensiones agrupando imágenes cuyos significados están relacionados entre sí: fotos de telediarios, películas de terror, concursos de televisión, vistas de microscopio, mentiras de amor... La posterior visión, a una mayor distancia o a través de un visor difuso, nos habla de un mundo familiar, doméstico e idílico que acaba por absorberlo todo.
Posteriormente el artista recurre a las cajas de CD como soporte de las imágenes. Esto confiere a cada una un protagonismo especial y da un carácter objetual al elemento estructural que tendrá posteriormente consecuencias importantes. Así de esta evolución surgirán sus obras de tarrinas rellenas de objetos: basuras, juguetes... El contenido de las tarrinas es ordenado por colores y tonos y acaba por componer una imagen nueva siguiendo los mismos juegos temáticos de la serie anterior. La idea de consumo, de formar parte de una realidad material de gran expansión, se apodera de estas obras llenas de carnosidad y realismo objetivo.
Cuando en 1.997 muere en un trágico y misterioso accidente Lady Di, Montoya decide hacerle un homenaje cargado de simbolísmo a esta estrella de los medios que ya había aparecido en otras obras del artista. “Objetivos de la actualidad” es un conjunto de cintas presentadas con la forma habitual de los lazos de solidaridad, tan empleados para manifestarse de una manera “elegante” sobre las causas más diversas. Montoya idea además un visor en forma de cámara de fotos por medio del cual se difumina el conjunto de lazos dejando ver la imagen oculta: el rostro de la princesa. La acumulación de espectadores con su cámara-visor ante el personaje devolvía a nuestra memoria los habituales asedios de paparazzis. Se escenificaba así una forma de comunicación donde el amor, el éxito y la tragedia se consumen por igual.
En este mismo tiempo y siguiendo su interés por la publicidad tiene su máximo desarrollo el colectivo Bugueses, entre lo virtual y lo real. Nacido en 1987 de la mano de Isaac Montoya y Ricardo Blackman plantea el sistema publicitario como centro de su actividad. El arte se convierte en una maquinaria para difundir ideas con la misma táctica con la que los grandes almacenes anuncian sus rebajas. Postales, pegatinas, carteles, calendarios, billetes de lotería... todo un despliegue de imágenes de actualidad entre eslóganes como: “El milagro del amor al alcance de cualquiera”, “Cultura y bronceado en diez días. Adquiera conocimientos que todos puedan ver”, “Ella era una mujer bella y ambiciosa, él tenía un extraño poder, casi político”... Burgueses asume en sus modos, en su discurso, en sus formas, en su propio nombre, el cinismo activo de la industria propagandística a la que pertenece. Sus exposiciones “El encanto del Vigilante” y “Los vicios de la Duquesa”, 1996-97, son todo un manifiesto de irresponsable competitividad: “Nuestro arte es virgen, es la belleza pura, la imagen de la fe, el botín de las próximas guerras”. “Nuestra sensibilidad es de una calidad insuperable y damos placer al mundo a cambio de nada. Ni la televisión ofrece tanto”...
Otro de los temas favoritos de Montoya es el concepto de belleza, sin duda también uno de los temas “estrella” de nuestra sociedad. La belleza es un arma sofisticada, una destreza con la que se puede escalar hacia el éxito con ventaja. La belleza no tiene límite y utiliza cualquier herramienta para crecer: cosmética, cirugía, medicamentos, diseño, ordenador...
Millones de personas imitan los modelos que nos proponen los medios para hacer de sus vidas una historia memorable. El mito de cenicienta tiene aquí una actualización personalizada. Los hechizos están al alcance de cualquiera por un precio razonable y democrático, porque todos lo valemos.
Montoya acometa la belleza partiendo de modelos clásicos que sin duda inspiran los nuevos cuerpos anabolizados. La belleza aparece así con sus dos caras, por un lado la del ideal de los sentidos y el placer y por otro la fabricación quimérica como espejo-espejito de las vanidades y ambiciones. Esta doble cara se pone más de manifiesto en su obra con la aparición de los primeros trabajos con imagen oculta. Estas obras proponen un juego óptico por medio del cual a través de un filtro de color podemos descubrir una visión que anula la primera que vimos a simple vista. Esta fórmula le permite al artista crear un “espíritu” a la imagen, una realidad subliminal que una vez desvelada permanecerá en nuestra conciencia como un espectro insistente.
El paralelismo de realidades también queda de manifiesto en la serie “Cenicientas” donde se presentan dos revistas reales que podemos encontrar en los kioscos protagonizadas por la misma persona, generalmente una mujer, mostrando un papel opuesto en cada una de ellas, entre contenidos sociales y pornográficos, y confundiéndonos sobre la veracidad de las dos.
Continuando este juego de equívocos donde nada parecerá lo que es, en 1996 Montoya crea uno de sus alter egos más inquietantes: Sonia La Mur. Este personaje femenino de amplia evolución parte de los juegos interpretativos de la serie “Amor de fuego” y su protagonista Isa Montoya. Pero si bien en aquella ocasión todo era una parodia de la realidad, en este nuevo personaje lo pretendido es competir con la propia realidad. Sonia La Mur es una modelo-artista real que busca su sitio en el espacio real de la comunicación. No lleva la realidad al arte sino el arte a la realidad. La larga tradición del arte en el sentido de ser representación, metáfora o referencia de la realidad queda en este personaje invertida. Es la representación la que quiere ser realidad. Desde esta postura sus declaraciones son clarificadoras: “No quiero tener razón, quiero ser sexy”, “Sólo recuerdo las cosas que no necesito pensar” o “No quiero más injusticia, quiero triunfar”. Su inclusión como finalista en un concurso para chicas picantes de la revista FHM a sido una de sus últimas apariciones. También podemos contemplar su magnetismo erótico y “comprometido” en su página Web: www.sonialamur.com compitiendo directamente con las chicas Playboy, Voghe, Maxim, etc.
Siguiendo el mismo interés por la belleza pero esta vez en la ausencia de la misma como parte de la tragedia, Montoya realiza entre 2000-01 la serie “Los siete errores”. Su acercamiento a la realidad más dolorosa tendrá en estas obras un cambio de rumbo importante. Se trata de una intervención sobre fotografías reales publicadas en prensa de acontecimientos desgraciados ocurridos en lugares lejanos al nuestro. Con unos cuantos cambios en los protagonistas de la escena la imagen adquiere un significado nuevo, más perverso, más doloroso, más próximo a nosotros y a nuestra estética.
En esa línea seguirá la serie “Basado en hechos reales” donde se recrea una escena que tiene la misma disposición en los personajes que una imagen real sacada de una tragedia acontecida en lo que llamamos, como en una clasificación de concurso, tercer mundo. Esta imitación coreográfica con indumentarias, espacios y modelos propios de la publicidad o del cine plantea un debate sobre la supuesta imparcialidad informativa y nos hace releer la actualidad cuestionando la objetividad de los sistemas de transmisión y la forma mecánica de interpretar los acontecimientos que no nos afectan directamente. Ante la imposibilidad de aproximarse a las tragedias ajenas si no tienen la estética a la que nos hemos acostumbrado, Montoya recrea el mundo de nuevo pero esta vez con mucho más atractivo. La crueldad seguirá siendo, sin embargo, la constante.
La teatralidad de una cultura que ha hecho un valor de la puesta en escena condiciona la forma de acercarse al drama profundo del mundo, sin ningún tipo de casting ni ensayo. Montoya nos propone unas imágenes embellecidas, llenas de cosmética, que adecentan esa visión patética de la historia más reciente. Su interés por presentar la verdad como una suma de sensaciones y contenidos cargados de sensualidad contrasta con la verdadera temática de la obra, de un realismo monstruoso imposible de asumir en el estado de eufórica competición en el que vivimos permanentemente.
El formato fotográfico con su tradición de documento fiable e incontestable, como testigo indiscutible de la verdad, hace que lo que vemos tenga ya esa categoría de verdad. Montoya interpreta esa verdad, la traduce a nuestro idioma. La tergiversación ya estaba en nuestras mentes, en los archivos que hemos creado para clasificar las acontecimientos por estilos.
Bajo el eslogan “Una marca para siempre” con una doble intención significativa, entre el valor de marca como garantía de autenticidad, de prestigio y de calidad comercial y el valor de marca como huella en el alma, como dolor eterno, surgen dos instalaciones de Montoya que ilustran, con la estrategia de la imagen oculta, el paralelismo entre dos mundos opuestos. Una referencia permanente en su trabajo, donde la realidad presenta sus dos versiones más enfrentadas. Una que copia los amaneramientos del éxito y otra que improvisa los rostros de la adversidad.
Será en este momento cuando estallen los acontecimientos que harán de Nueva York el centro de nuestros sentimientos, forzándonos bruscamente a pasar del encantamiento a la desolación. Tras en 11 de septiembre de 2001 todos tendremos la sensación de no estar a salvo de las cosas que antes sólo ocurrían lejos, en otras culturas, en lugares donde no se valoran los sueños. Posteriormente, con la injusta y atroz guerra de Irak, se ha hecho más profunda la sensación de intercambio de venganzas.
Odios encadenados es una serie de trabajos que muestran como la sucesión de crímenes entre civilizaciones diferentes forman una progresión desintegradora de los supuestos valores humanos defendidos. Obras como “Destrucción sobre destrucción”, donde podemos ver entre las ruinas de las Torres Gemelas a las víctimas de Irak, nos hacen ver hasta que punto los acontecimientos del mundo están cada vez más relacionados y como ya no hay posibilidad de huida, ni siquiera en la indiferencia, con la distancia.
Montoya vuelve a autorretratarse pero con más severidad que nunca, sin adornos ni ironías. Así le podemos ver interpretando la misma escena que dio la vuelta al mundo de las víctimas civiles de los primeros bombardeos de Irak, con una niña destrozada en sus brazos. La guerra ha entrado en casa y usa el rojo de la sangre y el fuego como color de camuflaje. Escribe su rechazo en todos los idiomas y muestra el uso tramposo de la libertad. En este sentido su serie “Emisión Codificada” tiene un doble valor significativo. Por un lado asistimos a unas imágenes distorsionadas por una trama que nos remite a las emisiones codificadas de la televisión de pago. Las siluetas nos resultan reconocibles. Creemos saber lo que significan con la misma seguridad que cuando vemos la emisión codificada pornográfica por el mismo canal. El decodificador lo presenta Montoya como un filtro de color que desvela la imagen oculta. Si bien ésta tiene la misma forma y disposición de la que creíamos ver, no resulta ser exactamente lo que pensábamos. El espectador es doblemente engañado haciéndonos pensar sobre la imposibilidad de llegar a la verdad, a pesar de creer disponer de la maquinaria más sofisticada del progreso y la legalidad.
El doble significado también puede verse en las enormes lonas que muestra en su exposición “Liquidación Total”, en 2004. Presentadas como parte de una campaña, con los mismos eslóganes que hacen mención a los valores de individualidad y de rebeldía moderadamente comercial, nos desvelan en su imagen secreta el mundo sobre el que se construyeron cuando las palabras no tenían tantos dobles sentidos.
“Violencia sin mensaje”, profundiza en esta desnudez de ironías mostrando el dolor como una sensación física, que se sale del marco de la escena para invadir el espacio. Con un sentido comprometido con la sociedad, en una versión más humana que política, inaugura una serie de obras, entre 2000-05 que tendrán como protagonista a la gente, manifestando su dolor y su rechazo a la violencia. Estos trabajos, invadidos por los espectros de la tragedia, toman partido en los acontecimientos y abandonan por unos momentos la barrera protectora del cinismo para mostrar a un artista más vulnerable, más real, más próximo a los sentimientos compartidos.
La obra de Montoya, camaleónica, fugaz, cosmética, cosmopolita, dolorosa, seductora, forma parte de una sociedad que se transforma a cada instante, cuyos valores circulan por redes de tecnología y diseño. Sus propuestas, entre imágenes ocultas y cambiantes, entre sus diferentes personalidades, sus significados dobles, su imposibilidad para definir una única verdad, nos hablan de un mundo donde el lenguaje del arte se queda pequeño para decir lo que se siente. Montoya recurre a cualquier recurso, propio o ajeno al mundo del arte, para hacer de la expresión artística un lenguaje eficaz en su apuesta personal por la comunicación. Dentro de la secuencia continua de simulacros con los que se quieren simular el paraíso al que todos aspiramos, la obra del artista busca con insistencia el espacio auténtico donde tienen lugar los hechos. Las ambiciones y las realidades descarnadas confluyen en el mismo escenario, como en la vida misma, para darnos una visión de emociones en 3D con la que entender un mundo de contrastes donde cohabitan la supervivencia y el éxito con la misma ansiedad.